El 4 de marzo de 2025 quedará grabado como un momento de inflexión geopolítica. Cuando Donald Trump firmó sus decretos arancelarios, no estaba simplemente modificando políticas comerciales, sino desencadenando una transformación tectónica en el equilibrio económico mundial.

Las proyecciones del Informe de Perspectivas Económicas Globales del FMI (enero 2025) son reveladoras: una contracción del crecimiento global del 1.2%, con México anticipando una caída dramática en su producto interno bruto. Pero los números son solo la superficie de un cambio más profundo: la desarticulación del orden económico internacional construido después de la Segunda Guerra Mundial.

La historia económica nos advierte sobre los peligros del proteccionismo. La Ley Smoot-Hawley de 1930 no fue un accidente, sino un capítulo trágico que profundizó la Gran Depresión. Décadas después, la guerra comercial de Trump entre 2018 y 2019 ya había dejado cicatrices: 316 mil millones de dólares en pérdidas empresariales, una reducción del 3.6% en exportaciones agrícolas y 300,000 empleos manufactureros destruidos.

Esta vez, sin embargo, el contexto global es radicalmente diferente. China no es un actor pasivo, sino el arquitecto de una nueva realidad económica. El yuan digital emerge no como una alternativa, sino como un desafío directo a la hegemonía financiera estadounidense. Mientras Wall Street observa atónita, los mercados globales se reconfiguran con una velocidad vertiginosa.

La Unión Europea está reconstruyendo sus rutas comerciales, desvinculándose estratégicamente de la órbita estadounidense. Brasil e Irán expanden alianzas más allá de los circuitos tradicionales. Arabia Saudita, alguna vez el bastión del petrodólar, explora transacciones en yuanes, un movimiento que hace una década hubiera sido impensable.

Para la sociedad estadounidense, las consecuencias son demoledoras. La clase media, ya golpeada por décadas de desindustrialización, verá cómo otros 450,000 empleos se desvanecen. Las ciudades industriales, antes símbolos de prosperidad, se convertirán en paisajes de desolación económica. Los salarios reales continuarán su declive, profundizando una fractura social que amenaza con volverse irreparable.

Los sectores estratégicos revelan la profundidad de la disrupción. La producción automotriz conjunta entre Estados Unidos y México se contraerá un 18%. Las cadenas de suministro de semiconductores experimentarán interrupciones del 22%. Apple ya anticipa sobrecostos del 15% en su producción. Son los síntomas de un ecosistema industrial que se desmorona.

Mirando hacia el futuro, emergen dos escenarios. En uno, veremos un sistema de competencia equilibrada entre bloques económicos: Estados Unidos, China, la Unión Europea y los BRICS. En otro, más probable, China consolidará su ascenso como líder económico global. Los analistas estiman una probabilidad del 35% de escalada de tensiones en los próximos cinco años.

La paradoja es brutal: las políticas que prometían proteger han terminado por destruir. Cada barrera arancelaria no construye fortaleza, fragmenta. Cada intento de aislamiento no genera autosuficiencia, produce un empobrecimiento sistémico.

Lo que estamos presenciando no es simplemente el declive de una política económica, sino la transformación estructural del poder global. El mundo transita de un orden unipolar liderado por Estados Unidos hacia un sistema verdaderamente multipolar, donde la interdependencia prevalece sobre el nacionalismo económico.

La historia juzgará estos acontecimientos como el punto de inflexión donde la rigidez del pasado cedió ante la inevitable flexibilidad de la colaboración global. Donald Trump pasará a los libros no como un presidente que protegió, sino como quien aceleró la reconfiguración del orden económico mundial.